Una historia de Brasil

La primera vez que me enunciaron el enigma fue en un seminario de liderazgo. Dicen que la habilidad más difícil de dominar, y esencial para el líder, es el conocimiento de sí mismo. Nuestro ponente quería demostrárnoslo de la manera más efectiva posible. “¿Quién eres tú?”, preguntó levantando la voz. “Soy Pedro, el director de marketing”, respondió Pedro. “¡Te he preguntado quién eres, no cuál es tu trabajo!”, refunfuñó mientras se dirigía a otro de los asistentes: “¿Quién eres tú?” Elena intentó acertar sin éxito: “soy madre de dos hijos …”, y fue interrumpida de inmediato. “¡No te he preguntado por tu familia! ¿Es que nadie me puede decir quién es?” Finalmente, todos comprendimos su tesis. Como ilustra el antiguo adagio Zen, el ser es de volátil esencia: ¿dónde nos encontramos entre dos de nuestros pensamientos?

“¡Cada vez que oigo en unos grandes almacenes que se ha perdido un niño, pienso que ese niño soy yo!” En la infancia de los afortunados, realidad y fantasía entretejen conjuntamente un único dominio, que impregna nuestras vidas por completo. Al crecer, la sociedad nos inculca un nuevo orden, de reglas y objetivos cabales; y constriñe nuestra vida al limitado propósito de lo que aparenta ser útil a nuestros sentidos.

Quizás más tarde, con la sabiduría inherente a la avanzada edad, nos demos cuenta de que aquellos sueños infantiles no eran necesariamente incompatibles con el orden y la razón. No podemos permanecer por siempre jóvenes, pero al madurar, no debemos dar la espalda a la inocencia de nuestra niñez, ni a sus sueños y fantasías.

La vida no es más que un viaje circular en una montaña rusa de emociones. Si Tevye fuera un hombre rico, tendría en su casa una larga escalera solo para subir, una aún más larga para bajar, y una más, que no llevase a ninguna parte, solo para aparentar. Muchos hemos caminado por la tercera escalera de Reb Tevye. Mientras lo hacíamos, contemplábamos a las personas que dejábamos atrás y nos sentíamos más experimentados, ingeniosos, distinguidos.

Durante nuestro viaje a Brasil nos reunimos con CDI (Centro de Inclusión Digital), una organización sin ánimo de lucro que utiliza la tecnología para luchar contra la pobreza y estimular el espíritu empresarial. Nos explicaron cómoorganizan sus “hackathons”, unos eventos de fin de semana donde los participantes colaboran desarrollando apps para cambiar el mundo. Esto sucedió durante una semana de conferencias organizada por Ashoka,
que comenzaron en Río de Janeiro y terminaron en Sao Paolo. Tuvimos muchas otras oportunidades de mantener un estrecho diálogo con emprendedores sociales empeñados en mejorar las vidas de los millones de habitantes de las favelas brasileñas, terribles barrios bajos de amontonadas chabolas.
“¿Puede concebirse una app para cambiar el mundo?”, les pregunté. “Ya está Microsoft implantando en su nube tres de nuestros conceptos de app. Tenemos una cola enorme de ideas esperando obtener más recursos de desarrollo”, nos explicó la portavoz de CDI. Mientras ella nos describía su trabajo, no pude dejar de percibir un brillo de alegría pura en sus pupilas, muy similar al que detecté en todos los emprendedores y voluntarios que había conocido los días anteriores. Ello me hacía dudar sobre quién sacaba mayor provecho del esfuerzo: el que sufragaba o el sufragado.

Recordé el semblante de Alice cuando nos presentaba orgullosa su proyecto. Alice ha desarrollado una red de artesanos rescatándolos de las favelas de Rio de Janeiro y Sao Paulo. Distinguí su irreprimible sonrisa observando desde una esquina a una de sus artistas, quien resplandecía de felicidad describiéndonos su viaje de ensueño a París para presentar sus obras. En cierto modo, sentí que para Alice el enigma no supondría ya tal reto.

Evoqué la figura de Simone, que enseña habilidades culinarias y sociales a personas con síndrome de Down u otras discapacidades intelectuales. Les prepara así para integrarse en la sociedad y ser autosuficientes. Todos nos levantamos en una calurosa ovación para felicitar a aquellos chefs tan especiales que nos habían preparado, con muchísimo amor, un magnífico almuerzo. En el centro, Simone lloraba de alegría, orgullosa de todos ellos, sus múltiples hijos, y yo supe en ese instante que ella permanecería siempre joven de corazón.

Nuestro viaje ha sido uno de inclusión emocional. Cuando nos bajamos del vuelo de regreso de Sao Paulo, acabábamos de completar un trayecto circular. Sin embargo, tuve la extraña sensación de estar llegando a un destino totalmente nuevo. Ahora era consciente de la muralla emocional que había crecido de manera inexplicable durante los años adultos de mi vida. Mas también aprecié en ella unas saludables grietas frescas que me dieron la pista de la app para cambiar de verdad el mundo. San Pablo, el patrono de la ciudad brasileña, la llamó charitās. Ashoka prefiere huir de toda connotación religiosa y la denomina empatía. Yo no puedo dejar de retrotraerme a un término, quizás anticuado, y referirme a ella simplemente como amor.

Por Manolo Márquez
Orgulloso miembro de Ashoka Support Network